El tercer ‘Jefe de Estado’ de l’actual Regim en el seu discurs de Nadal, reitera que fora de los ‘principios fundamentales’ no hi ha cap possibilitat de canvi.

Ni esmena, ni rectificació
José Antich | Barcelona. Diumenge, 24 de desembre de 2017

El discurs del rei Felip VI amb motiu de Nadal ha estat una gerra d’aigua freda per a tots els catalans que esperaven -més aviat, que desitjaven com una mostra de distensió- un gest d’empatia del monarca després dels resultats de les eleccions de fa només 72 hores i la repetida majoria absoluta -70 escons de 135- de les formacions independentistes al Parlament.

Ni que fos un tarannà diferent que permetés començar a tancar les ferides obertes amb el seu discurs del 3 d’octubre passat, que va marcar un punt d’inflexió en les relacions de la monarquia amb Catalunya. No només del món independentista, ni només fonamentalment, sinó d’aquells catalans que des del constitucionalisme van viure amb horror la violència policial d’aquella jornada. No ha passat res d’això. En un discurs de gairebé dotze minuts i 1.431 paraules, i fent servir un llenguatge més suau que el de fa gairebé tres mesos, ha fet servir més el pal que la pastanaga.

Òbviament, no s’ha produït la rectificació que sol·licitava el president en funcions, Carles Puigdemont, des de l’exili a Brussel·les. Segurament, un exemple més que l’Estat no està disposat a donar treva a l’independentisme, ni a llegir els resultats de les eleccions del 21-D com un fracàs de la seva política repressiva. Aquesta frase del discurs de Felip VI ho resumeix tot: “El camí no pot portar de nou a l’enfrontament o a l’exclusió que -com ja sabem- només generen discòrdia, incertesa, desànim i empobriment moral, cívic i -per descomptat- econòmic de tota una societat”.

Si els discursos també són gestos, el quadre de Carles III que presideix el seu despatx i que havia tingut un paper protagonista en el discurs de l’octubre passat no apareix perquè s’ha gravat la intervenció en el saló d’audiències del palau. Però és perfectament visible un bust del monarca que va promoure l’espanyolització dels nens catalans amb una llei de prohibició d’ús de la llengua catalana a tots els nivells de l’ensenyament el 1768, fa ni més ni menys que 250 anys.

És ben clar que les parets mestres del conflicte entre Catalunya i Espanya continuen invariables.

2 pensaments a “El tercer ‘Jefe de Estado’ de l’actual Regim en el seu discurs de Nadal, reitera que fora de los ‘principios fundamentales’ no hi ha cap possibilitat de canvi.”

    1. LOS FUNDAMENTOS DEL ACTUAL ESTADO DE DERECHO Y
      EL FIN DEL CONSENSO PACTADO EN 1978
      1. Los fundamentos de la actual segunda restauración monárquica tienen su origen en el Parte de guerra de 1 de abril de 1939 que certifica la derrota de la II República española y en la concatenación de leyes que le siguieron, entre ellas:
      – Ley de 7 de junio de 1947 por la que Franco restaura la monarquía;
      – Ley de 22 de julio de 1969 por la que se designa a Juan Carlos como sucesor del Dictador y finalmente
      – la trágala para ratificar todo ello fue la Constitución de 1978, que ha sobrevivido hasta la fecha por el CONSENSO de los que la pactaron y que ahora está en quiebra por haber roto los catalanes ese pacto y consenso.
      —————–
      La Ley para la Reforma Política
      La imposibilidad de interpretar dinámicamente las Leyes Fundamentales y de, a partir de ellas, cambiar el régimen en un sentido democrático quedó de manifiesto cuando, tras la muerte de Franco, el primer Gobierno de la Monarquía se propuso realizar una reforma que definiera un marco político en el que se mezclaran las continuidades del ordenamiento franquista con nuevos elementos de matriz liberal. El plan del Ejecutivo presidido por Carlos Arias Navarro, que había sido diseñado por el ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, se basaba en un difícil equilibrio entre la democracia orgánica y la democracia liberal mediante el desdoblamiento de las Cortes en dos Cámaras: un Congreso elegido por sufragio universal, directo y secreto, y un Senado compuesto por miembros cooptados
      de las “entidades naturales”.
      Para conseguir esto era necesario elaborar, previamente, una ley para regular el reconocimiento, la existencia y el funcionamiento de los partidos políticos; reformar el Código Penal para que esos partidos se hallaran dentro de la legalidad; aprobar una ley electoral para que pudieran celebrarse elecciones, y, en fin, modificar la Ley Constitutiva de las Cortes y la Ley de Principios del Movimiento Nacional con el objetivo de que el Congreso y el Senado acogieran esa nueva representación popular. Este modelo de reforma, que efectuaba modificaciones con voluntad de permanencia en ciertos segmentos del ordenamiento político, habría creado “un sistema híbrido, a la vez complejo y difuso, con muy escasas posibilidades de consolidación”.
      El fracaso de este proyecto, que suscitó el rechazo tanto de la oposición democrática como de los sectores más ultraderechistas de la dictadura, hizo que el nuevo Gobierno presidido por Adolfo Suárez modificara el planteamiento de la reforma.
      El camino tomado desde julio de 1976 consistió en aprobar una norma, casi transitoria, que posibilitara la continuación de reformas por parte de unas Cámaras legitimadas democráticamente. Fue así como nació la idea de la Ley para la Reforma Política, octava Ley Fundamental que, de hecho, derogaba sus siete predecesoras.
      Con la LRP se pretendía que la transición de la dictadura a la democracia no se hiciera rompiendo con el orden jurídico anterior, como venía preconizando la mayor parte de la oposición, lo que hubiese requerido formar un Gobierno provisional y convocar unas Cortes Constituyentes, sino mediante la reforma de la legalidad franquista.
      El texto base de la Ley para la Reforma Política fue elaborado por Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes, y retocado por el Gobierno, especialmente por el ministro de Justicia, Landelino Lavilla.
      La LRP proclamaba la democracia, basada en la supremacía de la ley, considerada como expresión de la voluntad soberana del pueblo. Disponía que las Cortes fueran bicamerales, elegidas por sufragio
      universal, siendo el Congreso de representación popular y el Senado de representación territorial, si bien el rey podría designar en todas las legislaturas (de cuatro años de duración) una quinta parte de los elegidos en la segunda Cámara. Atribuía la iniciativa de reforma constitucional, en primer lugar, al Gobierno y, después, al Congreso, necesitando la misma mayoría absoluta de las Cortes para su sometimiento a referéndum. Por último, establecía las líneas básicas del procedimiento legislativo de ambas Cámaras y facultaba al rey para someter directamente al pueblo en referéndum, al margen de las Cortes, “una opción política de interés nacional, sea o no de carácter constitucional, cuyos resultados se impondrán a todos los órganos del Estado”.
      La disposición transitoria primera decía que correspondería al Gobierno, no a las Cortes, regular la ley electoral, y también que las elecciones al Congreso se inspirarían en criterios de representación proporcional. La disposición final se limitaba a afirmar el carácter de Ley Fundamental de la LRP, sin incluir cláusula derogatoria alguna.
      Como era previsible, surgieron dificultades entre los militares y entre la clase dirigente del régimen. A los primeros, Suárez les explicó genéricamente la LRP y les aseguró, para tranquilizarlos, que el Partido Comunista de España (PCE) nunca sería legal en el nuevo régimen que se estaba alumbrando. A los segundos se les convenció de la idoneidad de la reforma retocando ciertos aspectos menores de la norma. Así, atendiendo a la recomendación del informe previo del Consejo Nacional del Movimiento, se suprimió el preámbulo de la LRP, el cual admitía los principios de sufragio universal y soberanía nacional, propios de cualquier Estado demoliberal, lo que introducía una ruptura con los fundamentos ideológicos de la dictadura y despojaba de legitimidad a las instituciones vigentes durante el régimen de Franco. Por otro lado, se llegó a un acuerdo con los casi doscientos procuradores pertenecientes a Alianza Popular, el nuevo partido político creado por Manuel Fraga, que exigían la introducción de un criterio restrictivo respecto a la proporcionalidad absoluta en materia electoral para dar su visto bueno a la Ley. A pesar de estos esfuerzos, la extrema derecha del régimen, encuadrada en el llamado “búnker”, no aceptó la propuesta. Uno de sus representantes, Blas Piñar, afirmaba que lo que el Gobierno presentaba no era una reforma sino una ruptura, “aunque la ruptura quiera perfilarse sin violencia y desde la legalidad”.
      La tradicional docilidad de los procuradores del franquismo frente al Gobierno, la mano hábil de Fernández-Miranda, las expectativas de muchos de salir reelegidos, la utilización de personas de ilustre apellido y también la capacidad de estar a la altura de las circunstancias contribuyeron a que la LRP fuera finalmente aprobada. 425 procuradores dijeron “sí”, 13 se abstuvieron y 59 se opusieron. Entre los 59 que votaron en contra es llamativo el elevado número de consejeros nacionales, designados directamente por Franco antes de morir y miembros de la Organización Sindical, precisamente los sectores más adictos al “búnker” y cerrados a un cambio de signo democrático en España. Especialmente significativa fue la actitud de los militares: había 28 en las Cortes, de los cuales 13 votaron “no”
      (entre ellos, siete tenientes generales y un general, todos ellos en situación de retiro) y otro no participó en la votación, el almirante Pedro Nieto Antúnez, antiguo ministro de Marina. Otros 14, de estos militares, apoyaron la LRP. De ellos, cuatro eran miembros del Gobierno, por lo que no tenían otra alternativa; dos eran tenientes generales, y cinco más no estaban en situación de servicio activo (eran abogados o economistas). La oposición de la cúpula del Ejército, por tanto, se revelaba muy fuerte y anunciaba una constante en los primeros años de la vida democrática: la permanente amenaza de insurrección militar.
      Los diversos organismos y partidos de la oposición no aceptaron la LRP e hicieron un llamamiento a la abstención de cara al referéndum preceptivo convocado por el Gobierno para el 15 de diciembre de 1976, argumentando que el procedimiento de reforma había sido democráticamente inaceptable. Consideraban que se trataba de un “referéndum franquista” y que no se ofrecía una mínima igualdad de oportunidades. Sostenían, finalmente, que por este método se estaba alumbrando una “democracia otorgada y domesticada”, sin fundamento en la soberanía plena y única del pueblo. El Partido Socialista
      Obrero Español, a petición de su secretario general, Felipe González, llegó incluso a pedir ante la Comisión Política del Parlamento Europeo una solicitud de resolución de rechazo a la vía reformista que simbolizaba la LRP aprobada por las Cortes. Aunque, en efecto, la opción abstencionista no tenía cobertura legal atendiendo a la legalidad franquista, lo cierto es que el Gobierno no persiguió su propaganda y por todas partes aparecieron pintadas con el lema “No votes”. Al final, la oposición no hizo excesiva presión contra la LRP, pues temía que el “no”, defendido por el “búnker”, ganase adeptos y provocase una involución.
      La participación en el referéndum se elevó al 77,4% y los votos afirmativos, al 94,2%. La abstención, que prácticamente fue inexistente si tenemos en cuenta la deficiencia técnica del censo, fue del 22,6% y los votos negativos sumaron solo el 2,6%. En blanco votó el 3% y fueron declarados nulos el 0,2% . Aquella fue la consulta más libre que se había celebrado en España desde la Guerra Civil y la mayor parte de la población sintió que había expresado su opinión de una manera no manipulada. En este sentido, puede añadirse que se trató de una consulta propia de una sociedad no democrática pero sí en proceso de auténtica liberalización.
      Ante el resultado de las elecciones, la oposición, consciente de que podía obtener su legalización por la vía de la reforma, abandonó sus propósitos de ruptura y pasó a colaborar con el Gobierno. Las connotaciones negativas sobre el método reformista comenzaron a ceder frente a las evidencias sobre el carácter democratizador del proceso de cambio emprendido por el Ejecutivo, como la legalización del PCE el 9 de abril de 1977. Con el paso del tiempo, la propia Ley para la Reforma Política acabó mereciendo el reconocimiento de una izquierda muy reticente en aquel entonces a todo aquello que llevara la etiqueta de “reforma”: el dirigente socialista Alfonso Guerra declararía, veinticinco años después, que la LRP “fue un mecanismo perfecto para el desmontaje del aparato anterior”.

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